miércoles, 20 de marzo de 2013

Es una pena que no te acuerdes de tu último sueño


Te voy a contar.
Subimos al elefante rojo en un barco de madera y comenzó el viaje.
Apenas nos empujó el viento fue fácil despegar,
enseguida remontamos vuelo. Bajo el impulso
de algún deseo oculto de la naturaleza
abandonados a un fluir constante
dibujamos nuestros destinos en el aire.
Ignorábamos lo que vendría después pero
el vuelo era hermoso por sí mismo
como los preludios de Debussy. O de Chopin.
Volamos tan alto que llegamos a ver la luna tan de cerca
que no veíamos otra cosa, aunque me digas que no podrías
ver a nadie más que a mí. Puede que la confundieras conmigo
a veces también me siento luna.
Y te sueño dormido en el monte Latmos, soñándome.
No hizo falta descifrar los designios del cosmos
para que la luna fuera aquella noche
como cada noche de luna, objeto de fascinación.
Tan antigua como la materia visible de la que estamos hechos
y de la invisible que nos completa, se exhibía
sin embargo, de una forma plenamente nueva.
Permanecimos contemplándola un rato largo.
No me pidas que te diga cuánto, no puedo saberlo.
Intento establecer un lugar para el instante inicial
y otro para el último pero, me complico en una tarea inútil.
Tal vez todo sea como ella, circular
e inicio y fin coincidan en un punto.
Me cuesta estimar el tiempo, sabés.
Se me escapa, amor, el tiempo, el sueño.
Durante el descenso, inevitable, nos movíamos
en el espacio abierto como si fuéramos la música misma.
Después sobrevino el silencio. El sueño terminó con la palabra.
Y ya no puedo seguir.